miércoles, 28 de febrero de 2007

En la antesala

El secretario particular entró en el despacho sin hacer ruido y se detuvo respetuosamente a unos pasos del escritorio ministerial. El ministro, sin levantar la vista de sus papeles le preguntó bruscamente:

-¿Qué quieres?

-Señor, es a propósito de Hildebrando Carrascosa...

-Dile que venga la semana entrante. Ahora estoy muy ocupado en cosas de importancia.

-Es que... –se atrevió a insistir el secretario.

-¡Con cien mil canastos! –vociferó-. ¿Cuándo aprenderás a obedecer sin chistar? ¿No te he dicho que estoy muy ocupado en cosas muy importantes?

-Sí, señor. Le ruego que me disculpe.

El secretario particular hizo una inclinación de cabeza y salió de puntillas del despacho.

Algunas semanas más tarde, al terminar el acuerdo de costumbre, el secretario volvió al tema.

-Señor, con respecto a Hildebrando Carrascosa...

-Dile que venga mañana –repuso el ministro-. Ahora tengo que ir a una recepción a la embajada de Gormondia.

-Sólo que...- insinuó el secretario.

El ministro se limitó a fulminarlo con la mirada.

-Perfectamente, señor. Usted perdone.

Meses después, el ministro volvió una tarde de excelente humor a su despacho. Venía de comer y beber opíparamente en un banquete del partido, durante el cual se le había dado a entender que era un hecho su candidatura para gobernador de su Estado. El prohombre se aflojó el cinto y encendió un magnífico habano.

-¿Qué hay, Rodríguez? –le sonrió indulgentemente al secretario particular-. ¿Alguna novedad?

-Ninguna señor ministro. Telegramas de adhesión y correspondencia de rutina.

-¿Hay alguien en la antesala?

-Solamente Hildebrando Carrascosa, señor ministro.

-Dile que pase –volvió a sonreír el personaje.

-¿Que pase, señor? –preguntó el secretario muy asombrado ante la humanización demostrada.

-Sí, hombre, sí. Que pase.

El secretario se rascó discretamente detrás de la oreja.

-Me parece que va a ser un poco difícil, señor ministro.

-¿Y por qué va a ser difícil? ¿No hace un año que está haciendo antesala par a verme?

-Año y medio, señor ministro.

-Muy bien. Año y medio de esperarme y tú de fastidiarme. Ya me cansé de verlo sentado en un rincón al salri del ascensor. Por cierto que antes se ponía de pie muy solícito en cuanto me veía, pero últimamente he advertido que el muy majadero ni siquiera saluda. Pero en fin, hazlo pasar. Después de todo, ahora voy a necesitar votos.

El secretario particular bajó modestamente la vista.

-Hildebrando Carrascosa murió hace seis meses, señor ministro. Sólo que, como usted siempre manifestaba que lo vería al día o a la semana siguiente, yo me permití embalsamarlo. Y si últimamente me he atrevido a molestar a usted recordándole el caso, era solamente para preguntar si podíamos guardar la momia en el archivo, ya que necesitamos el sitio que ocupa para instalar el nuevo teléfono.

El paquete.

Hay ocasiones en que la bondad humana y el buen funcionamiento de los servicios municipales se combinan para causarnos serios trastornos. Por regla general nos quejamos de la perversidad del prójimo y de la poca eficacia de la policía, pero repetimos que cuando se da el caso contrario, también hay motivo para tirase de los cabellos, como le ocurrió a don Gumersindo Berruguete con su pescado en estado de descomposición.

El señor Berruguete vive en compañía de su mujer en un minúsculo departamento de un gran edificio multifamiliar, lo cual le ha originado una serie de sicosis y fobias que lo tienen al borde de un colapso nervioso. Además de los ruidos y chismes de la colmena humana donde habita, lo ponen fuera de quicio los múltiples olores que a todas horas se desprenden de las quinientas viviendas que componen la unidad: olor a ajo, a cebolla, a fritanga, a gas y a sábanas de niño puestas a secar al sol. Gumersindo abrió su propio frigorífico y se fue de espaldas al recibir la tufarada de un pescado en las primeras etapas de putrefacción.

-¡María! -rugió el señor Berruguete-. Este pescado está descompuesto. ¡Tíralo a la basura ahora mismo.

-Creo que sería peor –observó la señora-, porque no vienen a recogerla sino hasta mañana por la mañana, si es que vienen.

-Entonces envuélvelo en un papel, para que vaya yo a tirarlo a la calle, antes que se nos metan todos los gatos del barrio.

Doña María envolvió el pescado en la página de sociales y luego hizo un sólido paquete con papel manila y cáñamo. El señor Berruguete salió a la calle con el envoltorio bajo el brazo.

Don Gumersindo caminó siete cuadras sin encontrar ningún bote de basura. Optó entonces por dejar disimuladamente el paquete en el umbral de una puerta, pero en esos momentos salió una ancianita que le sonrió con inefable dulzura. El señor Berruguete continuó calle abajo con el bulto en la mano. Al llegar a una esquina encontró un buzón de correos, y por espacio de varios minutos trató inútilmente de introducir el envoltorio por la ranura. Como no cabía, lo dejó encima del buzón y dio la media vuelta para regresar a su casa. A los cien metros lo alcanzó un cartero muy sofocado con el paquete en la mano.

-Señor –le dijo amablemente-, lo vi dejar esta pieza postal sobre el buzón, pero al recogerla me di cuenta de que le faltan el nombre y la dirección del destinatario.

Don Gumersindo no tuvo más remedio que darle las gracias al cartero, y continuó su camino con el maldito pescado bajo el brazo. Subió a un autobús y dejó el paquete bajo el asiento. En el momento en que se disponía a bajar, uno de los pasajeros lo llamó para devolvérselo.

-No es mío –dijo el señor Berruguete.

-Sí, señor. Yo vi cuando lo puso usted debajo del asiento. Yo también soy muy despistado y sé lo que es eso. Amnesia temporal, la llama mi médico.

Durante el resto del día nuestro hombre intentó diversos procedimientos para deshacerse del malhadado paquete, sin conseguirlo. Se metió en un mercado, con el deliberado propósito de que se lo robaran, pero lo único que le robaron fue la cartera. Trató de colocarlo en la entrada de un banco, pero la mirada austera de un policía lo hizo desistir de su propósito. Se lo dio a un pordiosero, pero éste lo rechazó, aduciendo que sólo aceptaba dinero en efectivo. Lo arrojó al estanque de un parque, y una niñita de bucles de oro lo rescató, a riesgo de ahogarse, y corrió a entregárselo. Por último, llegó a las afueras de la ciudad y se puso a cavar un hoyo para enterrarlo.

La patrulla de policía que lo sorprendió, fue la misma que se encargó de llevarlo a su casa hasta su intranquila esposa.

-Aquí tiene usted a su marido –le dijo el sargento a doña María-. Afortunadamente yo vivo en el mismo edificio, y sé que se trata de una persona decente. De otra manera hubiera tenido que llevármelo preso, por excavar sin licencia en una zona arqueológica. Déle una aspirina y un té caliente, y métalo en cama, pues creo que tiene fiebre. Ha venido diciendo incoherencias en el camino.

Los policías se despidieron. Al llegar a la puerta, el sargento se volvió y fue hacia la paciente y buena señora:

-Aquí tiene usted el paquete, que don Gumersindo dejó olvidado en el coche patrulla...

La vocecita

La primera vez que Celedonio Marlopa escuchó aquella vocecita, fue en la mañana de su vigésimo aniversario de bodas, cuando se estaba afeitando. La vocecita, perfectamente clara y perceptible, se oyó más bien en su cerebro que en su sistema auditivo.

-Hoy cumples veinte años de casado, Celedonio. Cómprale un regalo a tu mujer si no quieres tener la bronca de costumbre.

Nuestro hombre se quedó con la navajilla en el aire. Jamás había tenido una experiencia semejante. No se trataba de una idea, de un pensamiento fugaz, de un timbrazo de la memoria. Insistimos en que era una vocecita autónoma, como si algún ser extraño se hubiese colado en su organismo y le estuviese susurrando desde adentro. Hablaba en segunda persona.

-¿Será mi ángel de la guarda?- se preguntó Celedonio, que era inocentón-. ¿O acaso mi subconsciente?

-Ni lo uno ni lo otro –repuso la vocecita-. Tú limitate a hacerme caso.

Aquella mañana, cuando iba a comprar el regalo para su consorte, la vocecita volvió a dejarse escuchar con toda claridad.

-¡De prisa! Cruza la calle y métete en cualquier tienda. Ahí viene el señor Godínez...

Celedonio saltó enfrente de un autobús, toreó a un ciclista y entró rápidamente en una tabaquería de la otra acera. Oculto tras la puerta vio pasar a Godínez, uno de sus más temibles acreedores.

-Gracias- dijo Celedonio pasándose un pañuelo por la frente.

-No hay de qué darlas –murmuró la vocecita.

Desde aquella memorable fecha, la vocecita guió los pasos del señor Garlopacon tino infalible. Lo detuvo en una esquina segundos antes de que se desprendiera un trozo de cornisa, que hizo polvo al infeliz que venía detrás de él y que había continuado caminando. Le indicó los sitos donde constantemente dejaba olvidadas las llaves. Lo salvó de comer unos hongos venenosos. Le sugirió la compra de unas acciones que a los dos meses duplicaron su valor. Lo contuvo cuando iba a tratar temas que hubieran sido motivo de pleito seguro con su esposa. La vocecita jamás fallaba en sus augurios.

Celedonio comenzó a depender totalmente de la vocecita, al grado de que no se atrevía a dar un paso sin antes escucharla. Sin tratar de explicarse su origen y su naturaleza, guardándose mucho de comentarlo con nadie, ni siquiera con un siquiatra, simple y sencillamente se dejó conducir por ella, como un niño a quien la nana lleva al parque. Hasta tal punto era ciega su fe en el fenómeno, que no siendo jugador ni mucho menos, un día se metió en un casino y se plantó frente a la ruleta. En el bolsillo derecho del pantalón oprimía un fajo de billetes, su sueldo de toda la quincena.

-Al siete –murmuró la vocecita.

Celedonio cambió los billetes por fichas y las colocó sobre el número indicado. El “croupier” hizo girar la ruleta vertiginosamente, y cuando por fin perdió velocidad, la bolita dio dos o tres saltos capaces de provocarle un infarto a cualquiera, y se detuvo en el siete. El “croupier” le entregó a Celedonio un altero de fichas que provocaron la admiración y la envidia de los demás jugadores.

-Al cuatro –sugirió la vocecita.

Celedonio apostó todo al cuatro y nuevamente le sonrió la suerte.

-No juegues la próxima –ordenó la vocecita.

El señor Garlopa aprovechó el intervalo para cambiar su montón de fichas por otras de mayor denominación, para que no hicieran tanto bulto. Al calcular mentalmente lo que llevaba ganado, sintió que le daba vértigo.

-Al veintidós –le dijo la vocecita pasado un rato.

Celedonio, con mano firme y faz tranquila, colocó todas sus fichas en el cuadro correspondiente. Los circunstantes y hasta el mismo “croupier” no pudieron contener un gesto de angustia.

-Ya nos llevó el carámbano...- murmuró la vocecita antes de que se detuviera la ruleta.

Y una vez más, su augurio fue cierto, pues la bola cayó en el 17.

El gato de Sèvres

El coleccionista de cerámica, sintió que el corazón le daba un vuelco. Al pasar frente a la pequeña tienda de antigüedades –en realidad de baratijas, según la había catalogado al primer vistazo- observó que un gato escuálido y roñoso bebía leche pausadamente en un auténtico plato de Sèvres, colocado en la entrada del establecimiento.

El coleccionista llegó hasta la esquina y después volvió sobre sus pasos, aparentando fastidio e indiferencia. Como quien no quiere la cosa, se detuvo frente al escaparate de la tienda, y paseó la mirada desdeñosamente por el amontonamiento de cachivaches que se exhibían: violines viejos, mesas y sillas cojas, figurillas de porcelana, óleos desteñidos, pedazos de cacharros supuestamente mayas o incaicos, y, en fin, las mil y una menudencias que suelen acumularse en tiendas de esta especie. Con el rabillo del ojo, el coleccionista atisbó una vez más el plato en que sorbía leche el gato. No cabía duda: Sèvres legítimo. Posiblemente del segundo tercio del siglo XVIII. Estos animales –pensó el experto, refiriéndose a los dueños, no al minino-, no saben lo que tienen entre manos...

Venciendo la natural repulsión que le inspiraban los gatos, se agachó para acariciar al gato. De paso examinó más de cerca la pieza de cerámica. El coleccionista se dio una palmada en el hombro: no se había equivocado. Sin lugar a dudas, Sèvres, 1750.

-Michito, michito –ronroneó el coleccionista, al ver que se acercaba el propietario de la tienda.

-Buenas tardes. ¿Puedo servirle en algo?

-En nada, muchas gracias. Sólo acariciaba al animalito.

-¡Ah, mi fiel Mustafá...! Está un poco sucio, pero es de casta: cruce de persa y angora, con sus ribetes de Manx. Observe usted que cola tan corta tiene. Eso lo distingue.

El gato, efectivamente, tenía sólo medio rabo, pero no por linaje, sino por que había perdido la otra mitad en un pleito callejero.

-Se ve, se ve –dijo el coleccionista, pasándole una mano enguantada por encima del lomo-. ¡Michito, michito mirrimiau...! Me encantaría tenerlo en casa para que hiciera pareja con una gatita amarillo limón que me obsequiaron. ¿No me lo vendería?

-No, señor. Mustafá es un gran cazador de ratones y sus servicios me son indispensables en la tienda.

-¡Lástima! –dijo el coleccionista, incorporándose-. Me hubiera gustado adquirirlo. En fin, que tenga usted buenas tardes.

El coleccionista hizo ademán de retirarse.

-¡Un momento! –lo llamó el propietario-. ¿Cuánto daría por el gato?

-¿Cuánto quiere? –le devolvió la pelota el coleccionista, maestro en el arte del trapicheo.

-Cincuenta pesos.

-No, hombre, qué barbaridad. Le doy treinta y ni un centavo más.

-Ni usted ni yo: cuarenta morlacos y es suya esta preciosidad de morrongo.

El coleccionista lanzó un suspiro más falso que manifiesto político, sacó la cartera, contó los billetes y se los entregó al dueño de la tienda. Este a su vez los contó y se los guardó en el bolsillo. El coleccionista, siempre aparentando una sublime indiferencia, señaló el plato con la punta del bastón.

-Imagino que el animalito estará acostumbrado a tomar su leche en ese plato viejo, ¿no? Haga el favor de envolvérmelo.

-Como el señor disponga –repuso el anticuario-. Sólo que le advierto que el plato cuesta diez mil pesos...

-¡Diez mil pesos! –aulló el coleccionista.

-Sí, señor. No sólo es un auténtico Sèvres, 1750, sino que además me ha servido para vender trescientos veinticinco gatos desde que abrí mi modesto establecimiento...

Amnesia Nocturna

Entre las calamidades que afligen a mi tío don Cástulo Barrenillo y de la Peonza, ocupa lugar prominente la angustia de no poder recordar algo en un momento determinado. Este algo puede ser una fecha, una palabra, un nombre, un acontecimiento cualquiera, la mayor parte de las veces sin importancia, pero que al escapar momentáneamente de su memoria se convierte en obsesión y le ahuyenta el sueño. Lo peor del caso es que también ahuyenta el reposo del resto de la familia, ya que don Cástulo recurre a ella –y a un círculo de amigos cada vez más reducido- para que lo ayuden a atrapar el vocablo-

Los ataques de amnesia parcial de mi tío suelen presentarse alrededor de la medianoche, cuando al resto de la humanidad le tiene muy sin cuidado recordar el apodo del segundo Borbón que reinó en España. Don Cästulo suele estar ya a punto de conciliar el sueño, cuando de repente el demonio verde de la duda le pregunta al oído cuál es la capital de Nigeria. Don Cástulo pretende no escucharlo, se arrebuja entre las sábanas y procura pensar en otro tema, digamos en la posibilidad de que los norteamericanos o los soviéticos encuentren en la Luna vestigios de una civilización ya extinguida. Aquí el remedio resulta peor que la enfermedad, ya que el tema se le desliza sinuosamente por una serie de vericuetos hasta llegar al callejón sin salida de tratar de recordar en qué siglo floreció la cultura sumeria, o como se llamaba el explorador que descubrió las ruinas del Katako Kombe.

Don Cástulo enciende la luz y consulta uno de los cinco almanaques que guarda bajo la almohada para estas emergencias. Satisface su inquietud e intenta volver a dormirse. Pero ahora le hace cosquillas en el cerebro el origen etimológico de la palabra “almanaque”. Evidentemente, viene del árabe: ¿almanak? ¿al-menek? ¿alminik? Alfanje, alférez, alcázar, albóndiga, albérchigo... Albérchigo. ¿Qué demonios es albérchigo? Una fruta, recuerda vagamente don Cástulo. ¿Pero qué clase de fruta?

Esta vez tiene que bajar a su despacho para consultar el diccionario. En el camino se da un tropezón con una silla y pone en movimiento a toda la casa. Mi tía Eduvigis, su mujer, asegura que en cuarenta años de casada solo ha podido dormir una noche completa, cuando le dio el ataque de apendicitis y la llevaron al sanatorio para operarla.

Todavía sobándose la espinilla, don Cástulo recibe un disgusto adicional al enterarse de que su consorte le prestó el diccionario a un sobrino que está en exámenes. Don Cástulo vocifera y arma un escándalo porque el señor de la casa no puede disponer de su propio diccionario para enterarse, a las dos de la mañana, qué fruta se conoce con el nombre de “albérchigo”. Doña Eduvigis ofrece revisar las latas que trajo del supermercado, pero desgraciadamente, hay de todo menos albérchigos.

Don Cástulo consulta media docena de volúmenes, pero en ninguno de ellos se hace referencia a la maldita palabreja. Su hija mayor le sugiere contar los ríos de Siberia aprovechando que tiene un atlas en la mano, pero no. Al papá sólo le interesa saber qué es un albérchigo. Cada vez se pone más nervioso. A las tres y media de la madrugada surge el paroxismo, y don Cástulo llama por teléfono a sus veintisiete parientes, hasta que uno de ellos le informa entre palabrotas que “albérchigo” es una variedad de albaricoque o melocotón, que en algunos países de América también se conoce por el nombre de durazno o damasco.

El señor don Cástulo vuelve a su cama y se duerme plácidamente, mientras su subconsciente le prepara con toda perfidia un acertijo para mañana en la noche: ¿en qué año hizo su primera comunión Juan Ponce de León, el “joven” descubridor de la Florida?

El niño y el ladrón

El ladrón –ágil, delgado y vestido de negro de pies a cabeza- abrió con maestría la ventana y se colgó ágilmente de la habitación. El rayo luminoso de su linterna recorrió el piso, saltó de una pared a otra, y se detuvo en un pequeño armario de color crema, decorado con calcomanías de animales y personajes de Walt Disney. Hacía él se dirigió caminando de puntillas, pues su experiencia le había enseñado que la gente guarda las cosas de valor en los sitios más absurdos o de apariencia más inocente, pues así creen que despistan a los rateros. Sobre el armario había una nota, escrita con palotes infantiles:

“Señor ladrón –decía la nota, que el caco leyó a la luz de la linterna-: Me he enterado por el programa de noticias de la televisión, y por los comentarios de mis padres, que últimamente han ocurrido muchos robos en esta zona de la ciudad, los cuales se atribuyen a una misma persona, por las idénticas características con que han sido cometidos. No sería difícil, por lo tanto, que una noche decidiera usted visitar esta casa en plan profesional. Si así sucede, le quiero suplicar que no se lleve mi osito de peluche. Estoy enfermito y él es mi compañero de día y de noche, ya que no puedo salir al jardín o a la calle a jugar con los demás niños. En el segundo cajón de la derecha, está mi alcancía, donde he ido guardando algunas monedas que me han dado de regalo. Llévesela usted si quiere, pero por favor déjeme mi osito de peluche. Se lo ruego. Muchas gracias. Luisito.

Al ladrón se le humedecieron los ojos. Como una ráfaga pasó por la pantalla de su recuerdo la imagen de un soldado de cartón, con levita azul y botones dorados y su quepis de charol, que él había atesorado por sobre todas las cosas cuando era pequeño. Cuando había sido niño, cuando había sido bueno... Se vio a sí mismo, acurrucado en su camita de niño pobre, durmiendo abrazado a su soldado de cartón, con el dorso de la mano se limpió una lágrima indiscreta -¡Hacía tanto tiempo que no lloraba!- y sin pensarlo dos veces sacó un billete del bolsillo para dejárselo al niño.

El ladrón abrió con mucho cuidado el segundo cajón de la derecha, y deslizó su mano en busca de la alcancía... Y volvió a llorar, pero ésta vez dando alaridos: una ratonera de resorte le fracturó cuatro dedos, en tanto que automáticamente se encendían las luces y sonaba una sirena de alarma.

El niño rió con ganas desde su cama. El ladrón pudo ver que ni estaba enfermo, ni tenía ositos de peluche, sino que era experto en electrónica y en trucos de Batman, como lo son todos los niños de la actual generación, tan adelantada.

El niño y el ladrón

El ladrón –ágil, delgado y vestido de negro de pies a cabeza- abrió con maestría la ventana y se colgó ágilmente de la habitación. El rayo luminoso de su linterna recorrió el piso, saltó de una pared a otra, y se detuvo en un pequeño armario de color crema, decorado con calcomanías de animales y personajes de Walt Disney. Hacía él se dirigió caminando de puntillas, pues su experiencia le había enseñado que la gente guarda las cosas de valor en los sitios más absurdos o de apariencia más inocente, pues así creen que despistan a los rateros. Sobre el armario había una nota, escrita con palotes infantiles:

“Señor ladrón –decía la nota, que el caco leyó a la luz de la linterna-: Me he enterado por el programa de noticias de la televisión, y por los comentarios de mis padres, que últimamente han ocurrido muchos robos en esta zona de la ciudad, los cuales se atribuyen a una misma persona, por las idénticas características con que han sido cometidos. No sería difícil, por lo tanto, que una noche decidiera usted visitar esta casa en plan profesional. Si así sucede, le quiero suplicar que no se lleve mi osito de peluche. Estoy enfermito y él es mi compañero de día y de noche, ya que no puedo salir al jardín o a la calle a jugar con los demás niños. En el segundo cajón de la derecha, está mi alcancía, donde he ido guardando algunas monedas que me han dado de regalo. Llévesela usted si quiere, pero por favor déjeme mi osito de peluche. Se lo ruego. Muchas gracias. Luisito.

Al ladrón se le humedecieron los ojos. Como una ráfaga pasó por la pantalla de su recuerdo la imagen de un soldado de cartón, con levita azul y botones dorados y su quepis de charol, que él había atesorado por sobre todas las cosas cuando era pequeño. Cuando había sido niño, cuando había sido bueno... Se vio a sí mismo, acurrucado en su camita de niño pobre, durmiendo abrazado a su soldado de cartón, con el dorso de la mano se limpió una lágrima indiscreta -¡Hacía tanto tiempo que no lloraba!- y sin pensarlo dos veces sacó un billete del bolsillo para dejárselo al niño.

El ladrón abrió con mucho cuidado el segundo cajón de la derecha, y deslizó su mano en busca de la alcancía... Y volvió a llorar, pero ésta vez dando alaridos: una ratonera de resorte le fracturó cuatro dedos, en tanto que automáticamente se encendían las luces y sonaba una sirena de alarma.

El niño rió con ganas desde su cama. El ladrón pudo ver que ni estaba enfermo, ni tenía ositos de peluche, sino que era experto en electrónica y en trucos de Batman, como lo son todos los niños de la actual generación, tan adelantada.